Foto: Facebook: Presidencia de la República

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Desde la Colonia hasta el siglo XXI, una larga tradición de gobernantes elegidos por métodos legales…y sus hermanas no reconocidas: las financiaciones ilegales.

Nicolás Pernett*

La democracia cuesta

Colombia vivió la semana pasada una crisis política como no se veía desde hacía dos semanas.

Esta vez, de nuevo, se trata de sospechas sobre financiación ilegal de la campaña presidencial de Gustavo Petro, después de que se filtraran grabaciones del embajador Armando Benedetti amenazando con contar verdades que los mandarían a todos «a la cárcel».

En el país estamos familiarizados con este tipo de escándalos, pues en las últimas décadas no han faltado señalamientos sobre la entrada de dinero del narcotráfico a las campañas políticas.

Desde mediados de los años setenta, todos los presidentes colombianos han sido acusados de llegar al poder con dineros de la cocaína (lo que le daría un nuevo sentido a la expresión “aspirar a la presidencia”).

El sistema democrático en el que vivimos ha hecho que llegar al poder sea, en muchas ocasiones, una cuestión de plata. ¿Cuánto cuesta llegar a una Alcaldía? ¿Cuánto al Congreso? ¿Cuánto cuesta ocupar el solio de Bolívar? Las respuestas pueden variar según los asesores políticos, pero todas las cifras tienen bastantes ceros.

Y la plata se consigue donde la haya: en los bancos, en el Estado, en las iglesias cristianas, en los grandes partidos y en los aportes de privados y particulares. Por supuesto, es en esta última categoría donde pueden entrar los milloncitos de familiares solidarios, los cientos de miles de pesitos de partidarios entusiastas y las tulas repletas de billetes de los señores oscuros que ya sabemos, esos que apoyan candidatos como si compraran caballos.

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Una historia poco edificante

Esta nos parece retrotraer a la época de la Colonia, cuando la mayoría de cargos en la administración se podían comprar directamente, así nomás: escribano, alcalde, alguacil, corregidor, lo que se le ofrezca, aproveche que está en rebaja. Esta vez no como metáfora sino como una práctica común para financiar las arcas de la quebrada Corona en Castilla.

Desde mediados de los años setenta, todos los presidentes colombianos han sido acusados de llegar al poder con dineros de la cocaína

Foto: Wikimedia Commons - Julio César Turbay pidió un certificado de buena conducta al embajador de Estados Unidos para demostrar que él era un político respetable.
Esto cambió en los primeros años de la república, después de la Independencia, y entonces un candidato tenía que convencer a los congresistas o a los electores del reducido colegio electoral para asegurar su presidencia. Todo esto se hacía por medio de alianzas privadas que definían la elección, y así los candidatos no tenían que salir en campaña por todo el país, cargando niños ajenos o comiendo fritos en cada plaza.

A veces, el proceso se hacía por correspondencia y los presidentes no tenían que verles la cara ni siquiera a sus aliados políticos. Así aterrizaron directamente del extranjero a la presidencia Francisco de Paula Santander en 1832 (después de su exilio por intentar matar a Bolívar) y Tomás Cipriano de Mosquera en 1845 (quien estaba en Chile, hasta donde llegó persiguiendo a su enemigo mortal José María Obando). Tiempos aquellos en que no había que convencer a millones de electores sino apenas a algunos socios clave (como lo hizo Juan Manuel Santos en este siglo).

La primera vez que el pueblo se hizo presente, más o menos, en la elección de un presidente fue para elegir al reemplazo de Mosquera, en 1849, cuando los artesanos y sastres de Bogotá fueron a hacer presión en las tribunas del Convento de Santo Domingo, donde se estaba realizando la elección. Uno hasta podría decir que los artesanos estuvieron ese día en la “primera línea” de la elección, gritando vivas por su candidato José Hilario López y mueras a los odiados candidatos del Partido Conservador.

Para dejar sentado su malestar (y para tener un caballo de batalla para hacerle oposición durante todo su mandato) el conservador Mariano Ospina Rodríguez votó ese día diciendo: “voto por el general López para que los diputados no sean asesinados”. En este momento se vivió una especie de constreñimiento a los electores, sin que nadie pudiera denunciarlo ante ninguna autoridad electoral.

Creyendo que todo el país se comportaría como los artesanos de Bogotá, el Partido Liberal ensayó en 1857 impulsar el voto universal masculino y acabó por darse cuenta de que en esa época Colombia era un país conservador que votaba conservador. El mismo Mariano Ospina Rodríguez quedó de presidente y los liberales decidieron cambiar la campaña electoral por la campaña militar y apoyar la revolución encabezada por Mosquera en 1861.

Cuando tomaron de nuevo el poder, los liberales impusieron la Constitución de 1863 y el famoso Olimpo Radical federalista de los Estados Unidos de Colombia. Como la elección presidencial se empezó a hacer contando los votos de cada uno de los nueve estados soberanos, las elecciones importantes eran las que se hacían en cada estado para elegir presidente federal. Allí, los de rojo metieron mano sin contemplaciones. Tanto que de esa época viene el dicho “el que escruta elige”.

Durante esos años, el fraude electoral se volvió casi una función estatal, asumida en su momento por el jefe liberal de Cundinamarca Ramón Gómez, quien era tan feo que le decían “el sapo” y a todo su sistema electoral se le llamó el sapismo. Desde esa época es que tenemos que tragar sapos en cada elección.

Estas décadas de libertad, federalismo y fraude terminaron en 1885 con otra guerra civil que trajo a los conservadores al poder. Cuando les tocó el turno a los conservadores no dejaron de utilizar las técnicas de fraude que les habían criticado a los liberales. En el cambio de siglo fue famoso el chocorazo que hicieron en la provincia de Padilla (Guajira) para que ganara el candidato Rafael Reyes en la elección de 1904, en la que metió mano Lorenzo Marroquín (hijo del presidente José Manuel), para evitar que ganara el candidato Joaquín Vélez.

Durante estos años de Hegemonía Conservadora fue común, además, que la relección del partido de gobierno estuviera asegurada gracias a los oportunos votos de los militares (que en esa época podían votar, y lo hacían como hacían todo lo demás: según las órdenes de sus superiores).

Por eso una de las reformas más urgentes que realizaron los liberales cuando volvieron al poder en los años treinta fue prohibir el voto militar e instaurar el voto universal para los hombres (las mujeres tuvieron que esperar otros veinte años). De esta manera, las elecciones se empezaron a parecer un poco más a las que conocemos hoy: giras por plazas de todo el país, pago de publicidad en todos los medios, guaro, lechona y, por debajo de cuerda (aunque a la vista de todos), transporte de votantes y compra de votos en efectivo a boca de urna.

Poderoso caballero es don dinero

Desde entonces el dinero se hizo el votante más apetecido, y los políticos empezaron a cortejar empresarios, terratenientes y narcos como si se tratara de suculentos sugar daddies que podían satisfacer todos los gastos de las campañas, que se hacían cada vez más costosas.

Así, los candidatos se reunían a plena luz con estudiantes, trabajadores y amas de casa; y en la oscuridad tranzaban, directamente o por medio de intermediarios, con esmeralderos, señores que multiplicaban «mágicamente» el dinero o empresas multinacionales.

Por supuesto, en caso de que estas alianzas se hagan públicas, siempre queda la opción de negarlo todo y evadir las responsabilidades de cualquier manera. Cuando estas sombras se cernieron sobre Julio César Turbay, lo que hizo este fue ir a pedirle un certificado de buena conducta al embajador de Estados Unidos, donde se dijera que él era un político respetable. Tiempos aquellos en los que todavía se creía en el poder de una declaración juramentada ante un embajador.

en caso de que estas alianzas se hagan públicas, siempre queda la opción de negarlo todo y evadir las responsabilidades de cualquier manera.

A otros presidentes les ha quedado más difícil hacerles el quite a estas acusaciones, pero todos lo han logrado. Samper se gastó cuatro años asegurando que cualquier dinero sucio que hubiera entrado a su campaña había sido a sus espaldas y alegando que ante la falta de una «prueba reina» en su contra no podría condenársele. Y ya sabemos que cuando falta la prueba reina, la impunidad reina.

Otros apelaron sin vergüenza a la opción que dan al final todas las encuestas: no sabe/no responde. Santos dijo sin tartamudear que él se «acababa de enterar» de la entrada de dinero de Odebrecht a su campaña, Pastrana sigue negando hasta hoy cualquier contacto con los Rodríguez Orejuela, aunque ellos aseguraran haber apostado a los dos caballos en las elecciones del 94. Y Uribe ha tomado una y otra vez tono de cura enfurecido para reafirmar que él no avaló apoyos de paramilitares en su elección de 2002. Que tu mano derecha no sepa lo que hace la ultraderecha.

Todos estos escándalos se quedaron en eso: mucho ruido y pocos jueces. Además de la inveterada ineficacia que permea nuestro sistema de justicia, es posible que a la continuidad de la impunidad en estos casos haya contribuido una tácita aceptación de la opinión pública y los votantes de los dineros fraudulentos en las campañas. Es como si ya nos hubiéramos resignado a que el fin justifica los medios (de financiación).

Lea en Razón Pública: Petro y la violencia colombiana según Petro

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Nicolás Pernett

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Nicolás Pernett

*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

Foto: Facebook: Nicolás Petro

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¿Reír o llorar? Con cada nuevo presidente vienen familiares que quieren aprovechar el puestico del pariente. La esposa, el hijo y el hermano de Petro serían parte de la lista.

Nicolás Pernett*

Pasado que no es pasado

A los historiadores nos encanta la frase de William Faulkner: “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera ha pasado”, porque nos recuerda que los procesos que dábamos por superados nunca nos abandonan del todo.

Basta con ver el enfrentamiento entre Oriente y Occidente, el peligro de la guerra nuclear o la crisis del capitalismo, que son noticias hoy igual que habían sido hace medio siglo, para comprobar que hace tiempo estamos viviendo la misma historia, aunque cambien los nombres de los protagonistas.

Lea en Razón Pública: Entre amiguismos, arrogancias y emputes

Monarquías republicanas

Algo similar sucede con la democracia y los gobiernos republicanos en los que vivimos. Nos han dicho que estos nacieron para reemplazar las viejas monarquías hereditarias y que los nuevos presidentes no tendrían las mismas potestades de los antiguos reyes porque estarían contenidos por el imperio de la ley y la separación de poderes.

Pero las viejas costumbres del poder se resisten a morir y las familias en el poder elegido por el pueblo muchas veces se comportan como las viejas dinastías elegidas por Dios.

Por ejemplo, en Colombia ha habido primeras damas con tanto poder en sus dominios republicanos como Isabel de Castilla tenía en España, madres con tanta influencia sobre sus hijos presidentes como la que tenía Catalina de Medici sobre el rey de Francia, e hijos que quieren disponer del país como si fueran príncipes renacentistas cabalgando en sus dominios.

Pero las viejas costumbres del poder se resisten a morir y las familias en el poder elegido por el pueblo muchas veces se comportan como las viejas dinastías elegidas por Dios.

Casi desde el mismo 20 de julio de 1810 los poderes de la República se empezaron a organizar en torno a grandes caudillos y de sus familiares que se montaron al caballo del poder. En Bogotá, por ejemplo, entre 1811 y 1815, Antonio Nariño gobernó sin oposición. Y cuando tuvo que ausentarse de la ciudad y del poder, simplemente dejó como presidente-dictador a su tío, Manuel Bernardo Álvarez.

Durante los años de la Gran Colombia fueron las amantes del presidente Bolívar y del vicepresidente Santander las que intervinieron de un modo u otro en el poder. Manuela Sáenz instigó la separación entre Bolívar y Santander con sus continuas quejas y chismes sobre la vida política de la capital durante las ausencias del presidente, incluso antes del atentado con el Libertador en septiembre de 1828. Por su parte, Nicolasa Ibáñez, la amante de Santander, fue clave para convencer a Bolívar de que le perdonara la vida al vicepresidente por este atentado, detrás del cual todos sabían que estaba el cucuteño.

Nicolasa Ibáñez no solo pasó a la historia por la influencia que tenía en la sombra sobre su amante Santander, sino por los retoños de su matrimonio oficial con Antonio José Caro, pues de esta unión nació José Eusebio Caro, cofundador del Partido Conservador y padre de Miguel Antonio Caro, quien a su vez fue gramático, fanático religioso y presidente de Colombia. Toda una estirpe de conservadores moralistas y católicos santurrones engendrada por una adúltera.

Como el linaje de los Caro, hubo otras familias que tuvieron y heredaron el poder durante los siguientes siglos de la República, como si de los Borbones, los Austrias o los Tudor se tratara. El otro fundador del Partido Conservador, Mariano Ospina Rodríguez, no solo fue presidente, sino que también lo fueron su hijo, Pedro Nel Ospina, y su nieto, Mariano Ospina Pérez. Y también compartieron el solio presidencial hermanos como Jorge y Carlos Holguín, y Joaquín y Tomás Cipriano de Mosquera.

Podemos ser generosos y decir que no hay nada de malo en que integrantes de una misma familia ocupen cargos en la administración a los que llegaron por sus propios méritos (o por sus propias jugadas), pues la política también es un oficio que se puede transmitir filialmente, como la carpintería o la música. Pero la cosa se complica cuando encontramos que un presidente usa su poder para poner familiares en puestos importantes (nepotismo) o cuando hijos aprovechan ese poder para sacar beneficios por debajo de la mesa.

Presidente, he aquí a tu hijo

Colombia empezó el siglo XX en medio de la guerra civil de los Mil Días, después de quince años de gobierno conservador y con un golpe de Estado que tumbó al viejo Manuel Sanclemente y puso al viejo José Manuel Marroquín. Pero este presidente no llegó solo: detrás de muchas de sus decisiones estaba su hijo, Lorenzo Marroquín, a quien Miguel Antonio Caro apodó “el hijo del Ejecutivo” y quien, dicen, gobernó más que su padre.

Lorenzo no solo participó en la decisión de tumbar a Sanclemente, sino que coordinó las acciones del golpe y dio la orden de recluir bajo terribles condiciones al presidente derrocado, que tenía en ese momento 84 años. También tuvo mucho que ver con la actitud beligerante de su padre en el poder, quien decidió no darles un milímetro a los liberales sublevados y prolongó la guerra hasta los mil días por los que es conocida.

Mientras el presidente se divertía haciendo anagramas y contando chascarrillos en el palacio presidencial, Lorencito se daba la vida de príncipe en el “castillo Marroquín” que construyeron a las afueras de Bogotá, arregló el fraude electoral que le dio la presidencia a Rafael Reyes en reemplazo de su padre, y terminó beneficiándose de las compensaciones y sobornos de los gringos para quedarse con Panamá. Y eso que su padre solo estuvo cuatro años en la presidencia. ¿Qué tal que hubiera podido reelegirse?

El mote “hijo del Ejecutivo” volvió a circular cuarenta años después, cuando en la segunda presidencia del liberal Alfonso López Pumarejo se empezaron a hacer conocidos los supuestos torcidos de su hijo Alfonso López Michelsen, quien fue acusado de comprar a bajo precio, y con autorización gubernamental, una trilladora de café a un ciudadano alemán en un momento en que los bienes de los alemanes en el país estaban incautados a causa de la Segunda Guerra Mundial.

También se acusó a Alfonso hijo de beneficiarse como comisionista con la transacción de acciones de la sociedad holandesa Handel, que era la mayor propietaria de la cervecería Bavaria, y de la cual era abogado López Michelsen. Las acciones de esta sociedad también estaban congeladas, pues los Países Bajos habían sido invadidos por las tropas nazis y sus bienes en Colombia habían sido puestos por fuera del comercio por el gobierno colombiano. De nuevo, una conveniente autorización gubernamental permitió que el negocio se hiciera y que el hijo mayor del Ejecutivo tuviera algunas ganancias.

Como si fuera poco, cuando el propio López Michelsen fue presidente en los setenta, su hijo Juan Manuel hizo fortuna comprando una finca llamada la Libertad, en los Llanos, que se valorizó por las nubes cuando el gobierno de su padre construyó una carretera por esos predios. Por supuesto, Juan Manuel no tuvo ningún problema con sus negocios y pudo disfrutar a sus anchas de la Libertad que solo tienen los elegidos del poder.

Foto: Wikimedia Commons - José Manuel Marroquín. Su hijo, Lorenzo Marroquín, se benefició de los sobornos de los gringos para quedarse con Panamá.

Podemos ser generosos y decir que no hay nada de malo en que integrantes de una misma familia ocupen cargos en la administración a los que llegaron por sus propios méritos (o por sus propias jugadas), pues la política también es un oficio que se puede transmitir filialmente, como la carpintería o la música. Pero la cosa se complica cuando encontramos que un presidente usa su poder para poner familiares en puestos importantes (nepotismo) o cuando hijos aprovechan ese poder para sacar beneficios por debajo de la mesa.

Cuarenta años después, los hijos del presidente Uribe volvieron a tener la misma buena suerte cuando pudieron comprar terrenos en el municipio Mosquera justo antes de que se decidiera establecer una zona franca en esa región. De nuevo, todo fue producto de la suerte, pues ya sabemos que las familias de buenas fortunas suelen tener muy buena fortuna.

Nepotismo humano

Con la presidencia de Gustavo Petro se esperaba que las cosas cambiaran y las pasadas prácticas corruptas de los gobiernos colombianos quedaran atrás. Pero, como sabemos, el pasado no está muerto, ni siquiera ha pasado.

Durante las últimas semanas, la esposa, un hermano y un hijo del presidente han sido acusados de tráfico de influencias, apropiación de dineros mal habidos y de prometer rebajas de penas a delincuentes en el llamado “cartel de la paz” (sí, en este país que ha conocido todo tipo de carteles, ahora hay uno que se llama “de la paz”).

Vendrán, como siempre, las declaraciones para desmarcarse del escándalo, las investigaciones exhaustivas que no llegarán a ningún lado y las disculpas de los fanáticos explicando por qué su ídolo político no ha hecho nada malo. Vendrán, además, nuevos escándalos que implicarán a familiares y cercanos del presidente (no hay que ser brujo para preverlo). Pero una cosa quedará clara: no importa si el gobierno es de derecha o de izquierda, la corrupción y las malas prácticas políticas siguen siendo el enemigo más difícil de derrotar en Colombia.

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Nicolás Pernett

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Nicolás Pernett

*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

Foto: IDRD

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Después de dos años de pandemia, 2022 marcó el regreso a la «normalidad» en las industrias culturales. La gente asistió a eventos masivos, se publicaron grandes proyectos editoriales y el Ministerio de Cultura cambió con el nuevo gobierno.

Nicolás Pernett*

Nos vemos a la salida

Aunque fueron apenas dos años, nos parecieron eternos los meses de encierro por la covid-19 en 2020 y a paso de tortuga nos pareció que avanzó la vacunación en 2021. Al fin pasaron las dos cosas y el público se mostró ansioso de volver a las calles y de congregarse sin distanciamiento ni tapabocas en conciertos y fiestas populares.

Se cambió el alcohol antiséptico por el licor y las personas volvieron a fluir en eventos como la Feria de Cali, el Carnaval de Barranquilla, la Feria de las Flores de Medellín y varias docenas más de fiestas y carnavales por todo el país. Con ellas volvieron la alegría fácil, el ruido exagerado, los sombreros de papel patrocinados por bebidas alcohólicas y todos los demás patrimonios culturales nacionales que nos habíamos perdido por estar encerrados en medio de la pandemia.

También volvieron los grandes conciertos y lo hicieron con una frecuencia que pareció inusitada en comparación con otros años. Karol G no acababa de llenar en Barranquilla, cuando ya muchos estaban separando pasaje para ir a ver a Maluma y Madonna en Medellín y luego ir a ver a Bad Bunny en alguna de las dos ciudades. Y si lo que les gustaba era el rock y el pop, tuvieron que juntar sus ahorros para ver a Kiss, Guns and Roses, Coldplay, Dua Lipa o Gorillaz.

Solo por curiosidad, yo consulté algunos de los precios de estos conciertos y en muchos casos la entrada bordeaba o superaba el salario mínimo vigente, un horror. Sin hablar de los obscenos precios que se cobran por esas chivas estáticas que llaman «palcos» en algunos espectáculos. Por supuesto, me los perdí todos, porque no podía pagar esas elevadas cifras sin incurrir en algún tipo de delito, es decir, sin delinquir para conciertos.

Sin embargo, los proyectos editoriales más ambiciosos del año no corrieron por cuenta de empresas privadas, sino de entidades estatales. El Ministerio de Cultura publicó, bajo la dirección de Pilar Quintana, la Biblioteca de Escritoras Colombianas, una excelente colección de solo autoras de diversas épocas y regiones, que se suma a las otras antologías colombianas de financiación estatal que tan útiles y necesarias han sido para que muchos nos acercáramos a la literatura.

Estos conciertos no solo recibieron críticas de amargados como yo, sino que muchos de sus propios entusiastas se lamentaron en redes por sus altos precios, pésimo sonido, desorden en la organización y por la falta de instalaciones idóneas (eso que ahora llaman ‘venue’), una crítica que se ha escuchado en este país desde hace décadas. Además, algunos festivales musicales vendieron enormes cantidades y fueron cancelados a pocas horas de su inicio, como el Jamming 2022 en Ibagué, lo que dejó a muchos con las boletas compradas y los crespos hechos.

Al final, quedó la sensación agridulce de poder volver a experimentar la música en vivo, pero bajo las duras condiciones que imponen los organizadores de estos eventos, quienes se parecen cada vez más a las aerolíneas, pues saben que venden un servicio que no vamos a dejar de consumir a pesar de las dificultades o humillaciones que impliquen.

La verdad es un libro infinito

Otro de estos encuentros masivos que se volvió a realizar de manera presencial fue la Feria Internacional del Libro de Bogotá (así como las otras regionales). En estas se reactivó la siempre activa industria editorial, que fue una de las que menos sufrió durante la pandemia, esta vez con el placer reencontrado de escuchar los autores y recibir sus firmas en las portadillas de sus libros.

Y no faltaron buenos libros para escoger. Desde best-sellers internacionales a los que les fue muy bien en Colombia, como El infinito en un junco: la invención de los libros del mundo antiguo, de la española Irene Vallejo, hasta excelentes ensayistas nacionales como el bogotano Carlos Granés, con su serie de textos sobre vanguardias americanas en Delirio Americano. Sin dejar de mencionar algunos novelistas recurrentes de gran acogida entre lectores nacionales, como Laura Restrepo, Piedad Bonett, Héctor Abad y Ricardo Silva, que también publicaron libros en este año.

Sin embargo, los proyectos editoriales más ambiciosos del año no corrieron por cuenta de empresas privadas, sino de entidades estatales. El Ministerio de Cultura publicó, bajo la dirección de Pilar Quintana, la Biblioteca de Escritoras Colombianas, una excelente colección de solo autoras de diversas épocas y regiones, que se suma a las otras antologías colombianas de financiación estatal que tan útiles y necesarias han sido para que muchos nos acercáramos a la literatura.

Pero, sin duda, la colección editorial más grande e importante del año fue el Informe Final de la Comisión de la Verdad, que después de tres años de trabajo y casi treinta mil testimonios recogidos, le entregó al país 11 capítulos desarrollados en 24 volúmenes, para que buscáramos las muchas verdades del conflicto colombiano entre sus más de diez mil páginas. Esta obra no fue imprimida (sin duda, la carestía de papel que afectó a la industria editorial este año se habría agudizado si deciden hacerlo), y se puede consultar de forma gratuita en internet.

Este proyecto estuvo rodeado de controversias desde el momento de su concepción y antes de que se conociera el contenido del Informe, este ya había adquirido la categoría de clásico, es decir, esas obras de las que todo el mundo habla sin haberlas leído. Algunas personas dijeron que era una historia sesgada a favor del terrorismo, y otras lo ensalzaron como la esperada revelación de lo que realmente había pasado en la guerra de las últimas décadas en el país. Lo más seguro es que ninguno de los dos bandos hubiera leído ni siquiera la mitad de lo mucho que la Comisión tenía para contar.

Si se lo ve como una obra de divulgación, es posible que el Informe Final no llegue a ser uno de los libros más leídos del país, pues los comisionados no pudieron o no quisieron condensar su enorme investigación en un libro accesible para la mayor parte de la población. Lo mejor es pensar que la Comisión, más que un libro, le entregó al país un archivo: de testimonios, de cifras y de textos, y que este archivo exige años de desciframiento para que investigadores, historiadores y divulgadores lo exploren y lo usen para alimentar sus propios trabajos.

Foto: Twitter: MinCultura Colombia - La colección editorial más grande del año fue el Informe final de la Comisión de la Verdad. El Ministerio de cultura se comprometió a impulsar su difusión.

Este programa (si se puede llamar así) ha permitido que diversos proyectos artísticos pequeños reciban, como nunca, un necesario respaldo económico y simbólico del gobierno, pero cabe preguntarse si este apoyo será una celebración de todas las iniciativas culturales del país o solo de aquellas afines al presidente Petro. Habrá que ver si Mi Casa será la casa de todos.

Por supuesto, la existencia de un archivo conlleva la pregunta por el lugar donde estará alojado (además de la nube), cómo se podrá consultar y quién lo manejará, pues la Comisión de la Verdad ya terminó sus funciones, los archivos documentales del país tienen problemas de espacio y el Centro Nacional de Memoria debe terminar en los próximos años y entregarles sus funciones al Museo de la Memoria, un edificio que estaba programado para abrirse en 2022 año y que ahora se proyecta para 2025.

¿En Mi Casa o en la tuya?

No se puede desconocer el dilema que implica que algo tan importante como la memoria del conflicto nacional sea controlado por un organismo estatal, pues esto quiere decir que cada nueva administración puede disponer de este acervo y usarlo para respaldar su política gubernamental particular. Y los recientes cambios de presidente demuestran los bandazos que pueden dar estas políticas.

Algo similar puede pasar con la cultura, un concepto demasiado amplio, variado y libre, como para que sea moldeado por políticas burocráticas. Sin embargo, hace décadas es común que cada nuevo gobierno le dé un revolcón a varios de los proyectos culturales que se vienen ejecutando para adaptarlos a su espíritu. De esta manera, el Ministerio de Cultura trabajó durante la presidencia de Santos para impulsar la cultura de paz que acompañara el proceso de negociación de La Habana, y durante la presidencia de Duque se dedicó a vender una entelequia perversa llamada «economía naranja», que ni impulsó la economía ni produjo naranjas.

En el nuevo gobierno de Gustavo Petro, el Ministerio de Cultura empezó gastándose parte de su reducido capital cambiando su nombre por Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes (Mi Casa), e impulsando una campaña que llamó el «estallido cultural», con el que, al parecer, quiere mantener vivo, a través de la cultura, el espíritu del estallido social de 2021.

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Este programa (si se puede llamar así) ha permitido que diversos proyectos artísticos pequeños reciban, como nunca, un necesario respaldo económico y simbólico del gobierno, pero cabe preguntarse si este apoyo será una celebración de todas las iniciativas culturales del país o solo de aquellas afines al presidente Petro. Habrá que ver si Mi Casa será la casa de todos.

Lo bueno, como siempre, es que, con o sin apoyo estatal, en la calle o en la casa, en formatos pequeños o monumentales, el arte y la cultura se seguirán moviendo en 2023 y nos darán muchos más temas de los cuales hablar.

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Nicolás Pernett

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Nicolás Pernett

*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

Foto: Pixabay - Vacuna covid.

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El nuevo año estará marcado por el viejo enfrentamiento entre mentira y verdad, una contienda que ha sido protagonista en los medios y la cultura en los últimos tiempos y que seguirá marcando la discusión pública.

Nicolás Pernett*

Pequeñas dosis de verdad

Después de dos años de incertidumbre y dolor por la pandemia, las cosas parecen estar mejorando debido a los avances en la vacunación y la aparición de variantes más contagiosas pero menos letales del virus. Sin embargo, esta traumática experiencia nos ha mostrado que una buena parte de la población es susceptible de convencerse fácilmente con mentiras o mostrarse escéptica ante la verdad.

A pesar de las cada vez más completas evidencias que demuestran los beneficios de las vacunas, no han faltado los contumaces que niegan desde la existencia misma del virus hasta las medidas que se han adoptado para contenerlo. Muchos de ellos han invocado dos de los logros más preciados de las sociedades abiertas de la modernidad: su libertad individual y su derecho a dudar de lo que oyen.

Pero en este discurso se han quedado a mitad de camino, pues olvidan que la libertad individual no se puede ejercer sin tener en cuenta su efecto sobre terceros, y que la deliberación sobre la verdad y la mentira se debe hacer con argumentos de peso y después de una investigación a fondo; algo que en este caso han hecho mucho mejor los científicos del mundo entero que los legos que apenas les han dado clic a un par de videos de YouTube.

Uno no puede sino imaginarse con horror cómo serán las reacciones de este sector ante las medidas que deberán tomarse para combatir los efectos del irreversible cambio climático: se negarán a abandonar estilos de vida contaminante en nombre de su derecho individual a destrozar el planeta; no aceptarán evacuar zonas de peligro de desastre inminente alegando que detrás del desalojo está Bill Gates; dirán que las nuevas ciudades ecológicas son otra forma del control social planeado por los “illuminati”; y cosas por el estilo.

Por supuesto, quedarse solo con la mitad de las razones que apoyan nuestros prejuicios no es algo nuevo y lo más seguro es que seguirá muy presente en el futuro. Mucho más en la era de omnipresencia de las redes sociales, las cuales se han convertido en enormes autopistas de la mentira donde circulan todo tipo de tergiversaciones sin controles y donde se ha demostrado que las noticias falsas son mucho más atractivas que las verdaderas a la hora de estimular el tráfico.

Habrá que ver cómo se comporta la circulación de mentiras en los nuevos metaversos en los que nos quieren meter las grandes corporaciones informáticas. Si nos guiamos por lo que han dicho exejecutivas de Facebook como Frances Haugen sobre la indolencia de la compañía frente a las falsedades, no se auguran cosas buenas. Como tampoco se espera que haya mucha verdad en la nueva red social que creará el expresidente de Estados Unidos Donald Trump, a la que le ha puesto el irónico nombre de Truth Social y que empezará a funcionar en 2022.

Identificar la mentira

Este panorama de mentiras en alta definición es preocupante porque puede ser muy atractivo para la población joven que está en desarrollo y que ha sufrido una debacle educativa en los últimos años debido a la pandemia. Son harto conocidas las alarmas expertas sobre las consecuencias del cierre de escuelas por el virus, y cada cierto tiempo pruebas internacionales, como las Pisa, demuestran que en Colombia hay serios problemas de comprensión de lectura, entre otras falencias educativas.

Pues bien, es esta misma población maleducada la que después debe tener el criterio para corroborar la información que lee en redes sociales, entender y criticar las políticas de su gobierno y votar en las elecciones. Y como 2022 también es año de elecciones en Colombia, se hace mucho más necesario tener un poquito de verdad en medio de tantas mentiras, exageraciones y parcialidades que se dirán durante los meses de campaña.

Por supuesto, los candidatos no piensan mucho en esto, pues saben que hace rato la política electoral es una operación emocional más que racional, donde no importan tanto los atentados contra la lógica como el establecimiento de claros bandos contrarios y apasionados que nos movilicen hacia las urnas. Como siempre, después de las elecciones las tensiones se atenuarán y las cartas se repartirán de nuevo, pero todos quedaremos con los puños listos para enfrentarnos en una próxima pelea para defender la “verdad” de nuestro líder.

Si por el lado de los contendientes al poder no se puede esperar mucha sensatez, del lado del gobierno tal vez la haya aun menos. Ningún gobierno se caracteriza por su amor a la verdad, pero el de Iván Duque se destaca (para mal) en este sentido. El último año no ha hecho sino ratificar su propensión a la mentira y tergiversación, desde el falso ciberataque al gobierno que denunció la Fundación para la Libertad de Prensa y que el ministro de Defensa, Diego Molano, calificó como una campaña educativa a la ciudadanía (fiel aprendiz de los “hechos alternativos” de Trump) hasta la confusa captura/entrega de alias Otoniel de hace unas semanas.

En el 2022 Noticias Falsas
Foto: Comisión de la verdad - La otra verdad que estamos esperando es la de la COmisión de la Verdad.

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Este tipo de denuncias ha llevado a gran parte de la ciudanía a no creer en la mayoría de los comunicados que llegan del gobierno, incluso cuando son verdad, algo que es muy grave para una democracia. Ahora dudamos de las intervenciones extranjeras, del sistema electoral, de las realidades del presupuesto, de los sucesos de orden público y de muchas otras noticias cotidianas. En este mundo donde hay tantas conspiraciones como teorías conspiranoicas, es cada vez más difícil discernir el grano de lo que es pura paja.

Construir la verdad

Este año también se supone que se entregarán al país dos hitos importantes en la construcción de la verdad histórica: el Museo de la Memoria, del Centro Nacional de Memoria Histórica; y el Informe Final de la Comisión de la Verdad. El primero será uno de los últimos productos del acuerdo de Justicia y Paz con los paramilitares de inicios del siglo; y el segundo será el resultado de la investigación de los últimos años de una Comisión nacida del acuerdo de paz con las FARC.

Esperamos que ambos sirvan para conocer un poco mejor la historia de nuestras violencias. Sin embargo, estos proyectos podrían adolecer de serios problemas. Por ejemplo, el Museo de la Memoria ha sufrido constantes renuncias en los últimos años, atribuidas a la tozudez del director del CNMH, Darío Acevedo, acusado por varios de sus subalternos de torpedear procesos y bloquear iniciativas porque no están de acuerdo con su concepción personal del pasado nacional.

En este caso encontramos un ejemplo de visión parcial y sesgada que usa un argumento válido (el conflicto afectó también a empresarios y militares) para desestimar la importancia de las víctimas menos poderosas (que fueron la mayoría) e ignorar la revisión de pares y construcción conjunta del conocimiento (uno de los fundamentos de la ciencia). De nuevo: una verdad a medias que sirve para justificar un ocultamiento.

Por su parte, la Comisión de la Verdad lleva cuatro años recogiendo testimonios y mostrando al país algunos aspectos desconocidos o poco escuchados del conflicto. En ese lapso ha recibido todo tipo de golpes, incluida la malquerencia del gobierno, las críticas sobre su presupuesto que algunos políticos han lanzado para el gallinero, así como la suspensión de sus actividades debido al confinamiento de 2020 y la muerte de dos de sus comisionados por enfermedad (Ángela Salazar y Alfredo Molano).

Esta no ha sido la primera comisión de la verdad en el mundo que se ha enfrentado a graves problemas, incluyendo el choque de posiciones y convicciones irreconciliables. Hay que recordar que la Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia, creada en 1958 por el presidente Alberto Lleras para estudiar el ciclo de guerra civil que había padecido el país, no pudo entregar un informe único por los desacuerdos entre sus integrantes; y que el apresurado experimento de la Comisión Histórica del Conflicto Armado y sus Víctimas que se reunió durante los diálogos de paz de La Habana produjo un informe desarticulado y en algunos casos contradictorio pues sus redactores no llegaron a debatir sus “verdades” entre ellos.

Hay que esperar para ver si la Comisión de la Verdad logra superar estos escollos, entrega al país un informe suscrito por todos sus comisionados y no se empantana en largas discusiones irresolubles sobre la verdad (un problema contrario al del Museo de la Memoria, donde parece haber una sola visión que no discute con ninguna otra).

Sirve recordar que el nombre completo de este grupo de investigación es Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad. Es decir que antes de la verdad en mayúscula debe haber un proceso de aclaración, de contribución al avance del conocimiento, de aportes, valiosos pero humildes, al arduo trabajo de construcción colaborativa del saber.

Por eso, antes de aprobar o desaprobar con rapidez el qué de cualquier verdad con las que nos enfrentemos cada día, deberíamos preguntarnos antes cómo se llegó a esa aseveración, quién la dice y desde dónde, cuáles resultados puede traer y por qué es necesaria. De esa manera la verdad deja de ser una epifanía mística o un tesoro inesperado y se vuelve un procedimiento conducido con integridad y construido colectivamente. Es decir, una de las formas más nobles de la vida en comunidad.

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Nicolás Pernett

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Nicolás Pernett

*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

Foto: Elaboración propia - Fotos de Facebook - Candidatos de segunda vuelta

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Nicolas Pernett

Con motivo del día del idioma en tiempos de nuevas cuarentenas, recordamos uno de los formatos más idóneos para registrar la vida y dominar el lenguaje: los diarios personales, una obra maestra de la literatura que cada uno puede escribir.

Nicolás Pernett*

Tan viejo como los días

En una de sus canciones John Lennon dijo que la vida es lo que nos pasa mientras estamos ocupados haciendo planes. Por eso, los que nos termina definiendo es lo que hacemos, mucho más que lo que pensamos o queremos hacer. Mientras las fantasías, temores o proyectos pueden llegar e irse como la brisa, las acciones que emprendemos y tienen efecto sobre el mundo dejan una impronta mucho más duradera.

Como los historiadores no pueden registrar lo que hacen todas las personas, a cada uno nos corresponde evaluar privadamente lo que conseguimos con la vida que nos tocó, así como contar cómo cambiamos secretamente el mundo. Para hacer esto, tal vez no haya nada mejor que llevar un diario.

Desde los antiquísimos registros de la cantidad de piedra que extraía un cantero en Mesopotamia hasta las sucesivas publicaciones en redes sociales que muestran en tiempo real lo que hacen algunos en sus vacaciones, siempre ha habido algún modo de llevar un registro cotidiano y minucioso de lo que le acontece diariamente a una persona (iba a decir del común, pero la verdad es que todos somos del común).

Aunque famosos textos, como las Meditaciones de Marco Aurelio o las Confesiones de San Agustín, se pueden considerar ancestros del género diario en Occidente, fue en los últimos cinco siglos que esta forma de escritura se ha multiplicado y hecho célebre. Después de todo, como dijo Octavio Paz, el rasgo que distingue a la modernidad es la autocrítica.

Mientras escribían sus incidentes y emociones, algunos diaristas famosos le dejaron a la posteridad una fuente primaria invaluable para conocer algunos de los períodos más difíciles de la historia. Por ejemplo, el inglés Samuel Pepys redactó un nutrido diario personal entre 1660 y 1669, una década en la que Londres vivió algunos sucesos inolvidables, como la Gran Peste de 1665, el Gran Incendio de 1666 o la guerra contra Holanda.

Un diario representa el clímax de la intriga: ni siquiera el que lo escribe sabe lo que va a pasar en la siguiente página.

Por el contrario, también hubo casos de diarios de celebridades que ni se enteraron de los cataclismos que sucedieron a su alrededor. Así le pasó al insufrible rey francés Luis 16, quien el 14 de julio de 1789, día de estallido de la Revolución francesa, solo escribió en su diario un lacónico rien (nada), sin darse por enterado de la revuelta que muy pronto lo haría perder la cabeza.

Por supuesto, el otro diario que llega a la mente al hablar de su capacidad para ser testigo de la historia es el de Ann Frank, un relato que va desde que esta niña judía alemana recibe como regalo de cumpleaños el cuaderno donde escribirá el diario hasta poco antes de que fue capturada por los nazis y asesinada en un campo de concentración.

Mucho menos conocido es el diario escrito por Carrie Berry, una niña de diez años que describió en su cuaderno lo que significó para su familia en Atlanta, Georgia, padecer la ocupación de los ejércitos del norte durante la Guerra Civil estadounidense. Como se ha probado en múltiples ocasiones, llevar un diario puede ser la mejor manera de sobrellevar tiempos de trauma y desolación, sobre todo para los más jóvenes.

La costumbre de llevar diario se popularizó durante el romántico e individualista siglo 19, y para el siglo 20 se había hecho común la publicación póstuma de los diarios de escritores célebres: Miguel de Unamuno, Virginia Woolf, León Tolstoi, Franz Kafka, Cesare Pavese, Fernando Pessoa y un largo etcétera.

Para el lector, acercarse a un diario ajeno es uno de los placeres más intensos que puede proporcionar la lectura, no solo por el gozo culposo de acceder a un texto que se escribió para mantenerse en privado, sino porque un diario representa el clímax de la intriga: ni siquiera el que lo escribe sabe lo que va a pasar en la siguiente página.

Foto: Oficina Nacional de Procesos Electorales - Las elecciones se llevaron a cabo el 11 de abril con una abstención importante.

Puede leer: Cuando escribir mal es un problema político

El diario entre nosotros

No hay que olvidar que la literatura hispanoamericana nace precisamente con un diario, el de Cristóbal Colón, que se conserva gracias a una transcripción que hizo el sacerdote Bartolomé de las Casas. El diario de a bordo de Colón (una lectura amena y accesible aún hoy a pesar de las diferencias con el español de nuestro tiempo) muestra toda la expectativa, confusión y frustración del Almirante en su búsqueda de un paso a Oriente, sin saber que había llegado a un nuevo continente.

Este es otro de los goces morbosos del lector de diarios ajenos: contemplar el desconcierto existencial de tantos que han descargado en sus diarios la angustia de no saber cómo dar el siguiente paso en esta vida incomprensible. Acompañar a otros en su confusión íntima es una manera de entendernos mejor a nosotros mismos y de conectarnos con otras almas a través de la literatura.

Otras veces, no es el sufrimiento sino la complacencia de otros la que nos atrae a un diario, como cuando leemos los encuentros sexuales detalladamente reseñados en los diarios de Anaïs Nin o conocemos los viajes y amantes que circulan por el diario del venezolano Francisco de Miranda, ese héroe latinoamericano que parece más un personaje que una persona.

En el caso colombiano, algunos diarios han constituido una ayuda invaluable para entender períodos como la Independencia, como el diario de José María Caballero, o la vida y pensamiento de Simón Bolívar, en el diario que llevó Luis Perú de la Croix en Bucaramanga durante la estadía del Libertador.

En otros casos, el diario ha sido sucedáneo de la confesión o de la confidencia, por lo que se entiende que muchas lo hayan usado para hacer un autoexamen de conciencia, como la madre Francisca Josefa del Castillo, y otras, como Soledad Acosta de Samper, hayan hablado con él como un reemplazo de la amistad ausente.

En 2020 el escritor antioqueño Héctor Abad Faciolince publicó la recopilación de sus diarios privados bajo el nombre de Lo que fue presente. Este es uno de los pocos ejemplos en los que un escritor se anima a publicar sus diarios todavía en vida. En el caso de Abad Faciolince una decisión como esta no es sorprendente pues repite en cierta medida lo hecho con su libro más popular, El olvido que seremos, es decir, presentar al público, sin mayor elaboración poética, las intimidades de una persona o una familia.

Y esta especie de reality del alma está probando ser cada vez más atractivo para un público masivo que compra por miles este tipo de libro, movido por la curiosidad y el chismorreo, impulsos humanos que están ligados a la literatura desde que esta existe.

Escribir a ratos

Un diario personal puede demorarse en crecer más que un árbol. Este año yo mismo celebro dos décadas desde que empecé a escribir mi primer diario personal, y la revisión de los varios cuadernos llenos de letras, números y dibujos que he acumulado a lo largo de los años me ha revelado que el nombre “diario” es demasiado pretencioso para un ejercicio que muchas veces puede ser semanal, mensual y hasta anual.

Pero si se mantiene la constancia y el gusto (más bien el gusto por la constancia) puede llegar a construirse una obra voluminosa que refleja quiénes somos mejor que cualquier sesión de sicoanálisis. Al leer estas páginas muchos años después de empezarlas, uno siente que, aunque hubo una vida fugaz que llegó y se fue, dejando apenas un temblor, hay otra vida profunda que se adivina entre las líneas del diario personal.

Un diario personal puede demorarse en crecer más que un árbol.

Estos tiempos de cuarentenas y soledades sirven para intentar, aunque sea solo por un tiempo, la noble costumbre de llevar un diario: puede ser uno que narre secamente lo que se ha hecho cada día; uno que sea de reflexiones sobre lo que pensamos o descubrimos; uno que enumere las comidas que hemos hecho o el dinero que hemos gastado; uno que intente atrapar la escurridiza materia de los sueños que tenemos cada noche; uno que registre las paradas más memorables de alguno de nuestros viajes; uno que enumere las palabras que aprendemos cada semana; o una agenda con las cosas pendientes por hacer (una especie de diario en tiempo futuro).

Llevar un diario, de cualquier tipo, es un ejercicio inolvidable. Escribir un diario nos permite vivir dos veces.

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Nicolás Pernett

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Nicolás Pernett

*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

Foto: Pixabay - Arte en pandemia

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Nicolas Pernett

Así como el nuevo coronavirus puede afectar por mucho tiempo la salud, también puede tener consecuencias de larga duración en la manera como se producen, se consumen y se viven el arte y la cultura. Estos serían los peligros.

Nicolás Pernett*

Un mal con secuelas

Entre algunas de las secuelas a largo plazo que se han logrado identificar de la covid-19 se encuentran fallas de memoria, problemas de concentración y dificultades para dormir, así como pérdida de olfato y de gusto, fatiga y dolor muscular.

Pues bien, esos mismos problemas, usados como metáfora, nos sirven para pensar lo que podría llegar a afectar al arte y la cultura en los años por venir. Por supuesto, no todo es culpa de la covid-19. El agravamiento de muchos de estos problemas se debe a condiciones preexistentes en la manera como pensamos y vivimos el arte y la cultura.

Si bien la pandemia global ha sido mucho menos dura en su número de muertes que otras tragedias colectivas de la historia, como la gripe española de 1918 o las guerras mundiales, sí ha supuesto un golpe cultural sin precedentes. Nunca como ahora se había decretado una cuarentena en todo el planeta y se habían cancelado por prevención tantas actividades interconectadas en este mundo globalizado.

Las producciones artísticas y culturales estuvieron entre las actividades que más sufrieron o tuvieron que adaptarse a este nuevo escenario. Las salas de cine y teatro se vaciaron mientras los confinados mirábamos en soledad o en pareja series por demanda en el computador; y los conciertos se cancelaron al tiempo que cada uno de nosotros accedía, sin filas y muchas veces sin pagar, a extensas listas de reproducción de todos los géneros musicales que se encuentran en línea.

Otras artes han parecido adaptarse mejor a una vida cotidiana en confinamiento. La venta de libros no ha caído tanto como se esperaba y los museos han acelerado la mudanza de sus colecciones a internet para que todos podamos acceder a archivos cada vez más completos de sus imágenes. Por supuesto, las desigualdades que ya existían para el acceso a la educación y la cultura se mantuvieron o empeoraron en tiempos de pandemia y, mientras algunos pudimos acceder y elegir entre una gran variedad de obras, otros tuvieron que seguir consumiendo lo que podían sintonizar con su teléfono celular o simplemente vivir en un entorno desconectado de la red global.

Aislamiento cultural

Todo esto significó una gran crisis entre los productores de arte y cultura, muchos de los cuales tardarán mucho tiempo en recuperarse, si no es que ya fueron noqueados definitivamente por el año de la peste.

Al mismo tiempo, esta situación agudizó un fenómeno que ya se venía dando y que puede tener consecuencias problemáticas: la atomización del consumo cultural. A pesar de la facilidad que puede significar acceder a cualquier pieza de música, literatura o cine desde la comodidad de nuestras pantallas personales, con esta acción se está perdiendo la vivencia colectiva (no solo simultánea) de la cultura, algo que modela profundamente nuestra relación con ella.

Vivir en comunidad las manifestaciones artísticas es necesario por lo que implica en términos de interacción humana y compañía emocional, como también porque nos pone en contacto con otras miradas ante lo que experimentamos, con otras formas de relacionarse con el arte que nos dan nuestras amistades o maestros.

En la experiencia colectiva del arte rara vez nos enfrentamos en soledad a la obra: siempre hay algún tipo de mediación que influye sobre nuestra evaluación de lo que vemos, desde el aplauso o abucheo del público en un concierto hasta la conversación inculta o la guía profesional frente a los cuadros de un museo.

La cultura puede llegar a no ser más que el entretenimiento creado para seguir los índices y preferencias del algoritmo digital

Todo esto se ha perdido y se seguirá perdiendo en el mundo pandémico y pospandémico que nos espera. En su lugar, se seguirá imponiendo un modelo de consumo cultural individualista, en el que cada uno elije qué ver, cómo sentirlo y por cuánto tiempo le da la oportunidad de atrapar su atención antes de cambiarse a otra opción.

La exaltación de las preferencias del “yo”, que lleva más de un siglo modelando la cultura de masas, seguirá atrofiando nuestro gusto artístico ahora que tenemos la libertad de entretenernos con lo que nos gusta y cancelarlo al segundo en que nos confronta o nos aburre.

Si a esto le unimos la debacle educativa que muchos autores han previsto como consecuencia de la pandemia de covid-19, lo que parece ofrecer el futuro es una nueva generación de consumidores de cultura que todo lo eligen para satisfacer el tamaño exacto de su aburrimiento y sin paciencia o concentración para asimilar propuestas diferentes o retadoras.

Foto: Pixabay - Las experiencias de arte colectivas pasaron a ser individuales o a lo sumo en pareja: un sueño individualista.

Puede leer: El ecosistema cultural de Colombia a la deriva

Artistas del entretenimiento

Si por el lado de los consumidores la pérdida del gusto y el olfato nos llevará a tragar continuamente obras con sabor conocido y repetitivo para llenar el tiempo con cultura chatarra, por el lado de los creadores la atrofia y la fatiga muscular se expresarán en el mínimo esfuerzo necesario para conseguir un “me gusta” o una suscripción a su canal de YouTube. Así como llaman artista a cualquier entretenedor, la cultura puede llegar a no ser más que el entretenimiento creado para seguir, no los impulsos de la creatividad, sino los índices y preferencias del algoritmo digital.

Desde hace varias décadas se ha venido desmantelando el modelo cultural de subsidio y apoyo estatal o corporativo a los artistas para que estos hagan sus obras según se lo dicten sus búsquedas personales. En su lugar, el mercado se ha erigido como el crítico severo que condena a la supervivencia o la muerte cualquier manifestación creativa. En el caso colombiano la imposición de la “economía naranja” como paradigma de la vida cultural es la simbiosis de ambos modelos: una política estatal que impulsa a los creadores para que estos intenten salvarse cómo puedan en la jungla del mercado.

En esta pelea se mantienen muchos artistas que día a día combinan todas las formas de lucha (convocatorias, patronazgos, ventas o venticas) para tratar de cumplir sus sueños de autores. Otros han optado por el camino lucrativo de encontrar la fórmula para gustar, repetirla sin vergüenza y obtener así la bendición de la masa. Mientras los consumidores esperamos no padecer un virus muy fuerte que nos mate, los creadores de contenidos culturales esperan lo contrario: viralizarse con la mayor fuerza posible para seguir viviendo.

Y en el cibersistema cultural que nos espera seguir viviendo dependerá cada vez más de lo virtual (tal vez totalmente). Es muy probable que incluso después de que las vacunas logren inmunizar a la mayoría de la población mundial o de que el nuevo coronavirus mute hasta volverse una gripa molesta pero inocua (y en 2021 no haremos sino esperar a ver cuál de las dos opciones sucede primero) ya no tendrá reversa la realidad de deslocalización y virtualización a la que nos vimos avocados durante el año pasado. En este contexto la reinvención cultural a la que tanto nos invitan consiste en aprender a monetizar la cultura en el mundo digital o a perecer en el intento.

Lea en Razón Pública: ¿Qué es cultura?

Un nuevo tiempo

Hablar del cronograma cultural que se viene en 2021 puede ser un ejercicio inútil, pues ya nadie sabe qué actividades se podrán hacer, cuáles se mudarán a la red o cuáles se cancelarán de plano. Encuentros como las ferias del libro, los festivales de cine o incluso los Juegos Olímpicos de Tokio están flotando en esta incertidumbre y es muy posible que lo estén hasta pocas semanas antes de su fecha estipulada de inicio.

Esta será otra característica del mundo pospandémico: los tiempos de la cultura dejarán de ser sincrónicos y cada uno los vivirá (los consumirá, mejor dicho) a su momento y a su manera. A lo mucho seguirá sucediendo que una serie o una canción se ponga de moda y millones la disfruten o la condenen al mismo tiempo en redes sociales. Pero esta experiencia seguirá siendo individual y solitaria, aunque sea simultánea con otras experiencias individuales y solitarias.

La reinvención cultural a la que tanto nos invitan consiste en aprender a monetizar la cultura en el mundo digital o a perecer en el intento.

La vociferación de nuestras preferencias en redes sociales (eso que llaman cómicamente “debates en línea”) nos hace sentir acompañados por otros que comparten los mismos gustos o las mismas causas. Pero este sentido de comunidad desaparece demasiado rápido cuando cambia la oferta cultural al siguiente mes y las opiniones opuestas nos llevan a bloquearnos y olvidarnos mutuamente.

Lo que sí se mantendrá como punto de encuentro y coincidencia será el miedo frente a los grandes peligros y tragedias de nuestro tiempo. Nos seguiremos reuniendo entorno a la fogata del terror. El sentido de comunidad será más fuerte cuando las noticias nos hablen de desastres climáticos, amenazas de guerras o nuevas pandemias. Entonces será más fácil empatizar con el horror del otro en lugar de con su particularidad.

Sueños individualistas y pesadillas colectivas serán las secuelas a largo plazo de la enfermedad que ahora padecemos.

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Nicolás Pernett

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Nicolás Pernett

*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

Foto: Pxhere - Caída de Estatuas.

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Nicolas Pernett

En los últimos meses ha ganado una nueva fuerza la vieja costumbre de destruir estatuas y monumentos como parte de la protesta social. ¿Cuál es la explicación de esta antigua forma de guerra simbólica y qué tanto puede cambiar la historia?

Nicolás Pernett*

La piedra y las voces

Se ha vuelto algo constante, casi un lugar común: en cada vez más protestas por razones políticas y sociales del mundo se incluye la destrucción total o parcial de estatuas y monumentos históricos en lugares públicos. Ante este tipo de noticias las reacciones suelen variar poco.

Los espíritus conservadores se horrorizan ante lo que consideran una destrucción de la historia y la memoria, representadas en estatuas y monumentos. Sin embargo, uno puede sospechar que detrás de esta condena a lo que ven como barbarie no hay más que el temor de los cambios que pueden traer estas manifestaciones como amenaza a sus privilegios atávicos.

Además, si realmente les importara la historia, reaccionarían con igual indignación ante la destrucción de archivos, la falta de presupuesto para la investigación, la ausencia de debates históricos en los medios masivos, y otros problemas que amenazan de veras la memoria de un país.

Al otro lado del espectro (aunque con similar frecuencia de onda) están los espíritus revolucionarios, que festejan esos derrocamientos simbólicos porque no destruyen vidas humanas sino piedras y al mismo tiempo pueden hacer del futuro un lugar más incluyente.

Pero, como buenos revolucionarios, sus acciones pueden llegar a ser ingenuas e irreflexivas. En lugar de deconstruir el legado histórico, es decir, descomponerlo en sus partes para desactivar su poder, optan por destruirlo con la esperanza de que este acto de furia cambie realmente las cosas. Por este camino se puede llegar, como ha pasado muchas veces en la historia, a una irracional cacería de brujas que la mayoría de veces cambia muy poco la realidad y que en su paso deja un rastro de libros quemados antes de ser leídos.

Y, claro, también hay que mencionar a los que las noticias sobre derribamientos de estatuas los dejan en la absoluta indiferencia o apenas les suscita una pregunta retórica: “¿esa estatua estaba allí?, yo nunca la había visto”.

Cualquier grupo del que se haga parte, como actores o espectadores de este fenómeno deberíamos empezar por entender que es un acto que tiene mucha historia. Levantar y tumbar estatuas es algo tan viejo como la civilización misma. Ambas cosas son acciones de imposición de unos sobre otros, declaraciones políticas, actos de guerra si se quiere.

Si alguien pone una estatua, lo está haciendo para glorificar la memoria de un personaje o una ideología que ha vencido en alguna contienda histórica, y es muy posible que la ponga encima de los restos de los grupos que han salido perdiendo en esta pelea, y que no ven la hora de tumbarla. En la historia, usualmente el ganador recibe la estatua, y el perdedor, la tumba.

Por eso, ya desde los tiempos de los asirios, más de dos mil quinientos años antes de Cristo, estos homenajes en piedra venían acompañados de la leyenda: “el que derribe mi estatua, que tenga dolor por el resto de su vida”. Eran monumentos temerosos de su inminente ruina y por eso traían un sistema de seguridad incorporado.

Foto: Wikimedia Commons - Destruir las estatuas para erigir unas nuevas, o para que ya no sean las estatuas las que hablen de la historia.

Puede leer: ¿Todo cambia para que todo siga igual?

Una larga historia

Las destrucciones de íconos y estatuas se han dado en la historia por muchas razones, sobre todo religiosas. Tal vez el período más famoso de iconoclastia religiosa fue durante el siglo octavo en Bizancio, la Roma de Oriente, cuando el emperador León III promulgó la destrucción de todas las representaciones de la divinidad por considerarlas idolatría. Después de todo, la misma Biblia en varias partes ordena no adorar imágenes, ni siquiera si son tan bellas como los íconos bizantinos.

Durante más de un siglo varios emperadores de Bizancio persiguieron estas imágenes y a sus adoradores. Finalmente, la emperatriz Teodora (sí, hubo varias emperatrices bizantinas) levantó el veto en el siglo noveno y desde entonces las imágenes crecieron y se multiplicaron en el cercano oriente.

Esta no sería la última vez que se destruyeran imágenes cristianas en grandes cantidades. En el siglo 16 los protestantes se abalanzaron contra las iglesias del norte de Europa por la misma razón: la reforma luterana quería volver a un cristianismo puro, sin estatuas, grandes pinturas ni otras formas de idolatría. En esa ocasión, los civilizados europeos no dejaron santo con cabeza y una gran parte del arte cristiano medieval se perdió para siempre.

No olvidemos que aquí todos eran cristianos, lo que quiere decir que su intención no era ofender a Dios o a su sagrado hijo. Lo que estaban haciendo era enfrentarse al papa de Roma y a los demás poderes católicos que promulgaban el uso de estas obras. Cuando se destruye una estatua o imagen no solo se ataca lo que esta representa, sino, sobre todo, a los poderes que la pusieron en el sitio de honor que ocupa.

En otros casos la destrucción ha sido por razones políticas: por ejemplo, durante la Revolución Francesa, a finales del siglo 18, los jacobinos no se limitaron a guillotinar al rey Luis 16, sino que se fueron a Notre Dame y decapitaron más de cien estatuas que representaban a los reyes de Francia. En este caso los revolucionarios no solo estaban destruyendo objetos históricos, también estaban haciendo historia al cortar por las malas con la tradición monárquica de su país.

A veces la destrucción de monumentos cumple una función tanto religiosa como política. Por ejemplo, en el siglo 14 antes de Cristo fue memorable la purga que hizo el faraón Akenatón de las estatuas de los viejos dioses egipcios, derribados para imponer encima de ellos la primera religión monoteístas: el culto al sol. También el legado material del propio Akenatón fue destruido poco después de su muerte por sus enemigos. De esta manera se llevó a cabo uno de los atentados más grandes de la historia contra el patrimonio del antiguo Egipto: por parte de los antiguos egipcios.

Pero tal vez el caso más notable de destrucción patrimonial masiva fue la conquista de América, donde los europeos destruyeron casi todo en las grandes ciudades precolombinas. En Norte, Centro y Sudamérica, los invasores demolieron templos, pirámides, estatuas, estatuillas, ídolos, monumentos y hasta quemaron códices con mitos e historias milenarias. Y, a diferencia de las estatuas, los libros y las bibliotecas son imposibles de reconstruir tal y como eran.

Como se ve, aunque las estatuas aspiran a fijarse eternamente en un sitio, nunca se quedan quietas para siempre. En tiempos más recientes hemos visto casos similares: después de la caída de la Unión Soviética, estatuas de Lenin, Stalin y compañía fueron retiradas y vejadas en muchas calles de Europa oriental. En 2003 Estados Unidos invadió Irak y transmitió en vivo y en directo para todo el mundo la demolición de una portentosa estatua de Sadam Hussein. Y en años más reciente, las estatuas de generales esclavistas del sur de Estados Unidos han sido movidas, removidas o destruidas por presión popular en ese país.

Ya sea que la víctima es un monumento reciente o muy antiguo, una gran obra de arte o una sosería lambona, los poderes que aspiran a la inmortalidad de los monumentos siempre se verán amenazados por la violencia iconoclasta, porque justamente fue con violencia que muchos se impusieron en primer lugar. Y el que esté libre de culpa que tire la primera piedra.

Lea en Razón Pública: Los relatos oficiales ocultan la realidad

¿Qué hacer?

Frente al impulso iconoclasta violento se pueden ensayar varias opciones. Algunos abogan por una contextualización apropiada de los monumentos y estatuas. Es decir, construir lugares de memoria que no solo reivindiquen una figura del pasado, sino que la problematicen e inviten al diálogo sobre ella en los espacios públicos.

En el caso de las estatuas que ya existen, esta labor se podría hacer poniendo placas explicativas no solo de quién es el representado sino, sobre todo, de quién y por qué decidió hacer esa estatua. Este debate con argumentos y ánimo pedagógico podría llevar incluso a que las administraciones decidan retirar monumentos cuestionables sin que tenga que hacerse por una multitud iracunda.

Otros se han emocionado con la idea de derribar los símbolos de la colonización y los poderosos y cambiarlos por los símbolos de la resistencia y de las subalternas de la historia. Por ejemplo, en Colombia se ha propuesto desbancar las estatuas de conquistadores y poner en su lugar símbolos indígenas.

Me parece que, a pesar de sus buenas intenciones de nivelación simbólica, esta posición sigue siendo muestra de una mentalidad colonizada: queriendo despreciar el legado de Occidente se termina reproduciendo uno de sus mecanismos de poder por excelencia: la estatua. Mejor que destruir un ídolo cada semana sería dejar de usar la historia como una producción de ídolos y, si se quiere de verdad cuestionar el legado de Europa, empezar por cuestionar la práctica misma de erigir estatuas.

Esta opción tendría aun más sentido para reivindicar el legado indígena y ecológico de América Latina. Si se suscitara un debate tan indignado por la deforestación de los bosques como se hace por la caída de estatuas, se le podría dar una nueva fuerza a la protección patrimonial y al uso de la historia como una fuerza de futuro. Después de todo, en términos de supervivencia de nuestra especie, no hay estatua que valga lo que vale un árbol.

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Nicolás Pernett

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Nicolás Pernett

*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

Foto: RTVC - Mercedes Barcha en su juventud.

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Nicolas Pernett

Mercedes Barcha llevó una vida sencilla y discreta en medio del circo mediático en que se convirtió la fama de su esposo. Sin embargo, desde ese espacio secreto tuvo una gran influencia en la vida cultural y artística de América Latina.

Nicolás Pernett*

Una desconocida famosa

Una vez, hablando sobre Mercedes Barcha, Gabriel García Márquez dijo: “he llegado a conocerla tanto que ya no tengo la menor idea de cómo es en realidad”. Y si el hombre que vivió con ella 56 años no pudo darnos una aproximación certera a quién era ella, es muy probable que el resto de fuentes y testigos que encontremos para conocerla sean de poca utilidad.

A pesar de esto, a raíz de su muerte se han publicado numerosos semblantes en los que se hacen más evidentes las ideas de quien los escribe que de la propia Mercedes Barcha. No es que haya poco que se pueda decir de Mercedes, sino que la mayor parte no se conoce, porque desde siempre ella misma prefirió mantener en secreto los detalles de su vida.

Para llenar esa incógnita, algunos han querido ver en ella la fuerza detrás de las obras de García Márquez, su musa e inspiradora, sin la cual no tendríamos ninguna de sus creaciones (aunque el escritor ya había terminado dos novelas y numerosos cuentos antes de casarse con ella).

Para reforzar la idea de Mercedes Barcha como la persona que hizo posible que García Márquez escribiera, los panegíricos se suelen basar en la anécdota contada una y mil veces por el escritor sobre las dificultades económicas que vivió su familia mientras él escribía Cien años de soledad.

Sin embargo, como ya ha demostrado el profesor Álvaro Santana Acuña, esta novela no fue escrita en condiciones tan solitarias y difíciles como las que contó García Márquez (a quien además le gustaba crear leyendas de distracción en torno a su vida y obra).

Por su parte, cuando muchos años después Mercedes Barcha fue interrogada por el periodista Héctor Feliciano sobre las penurias que le tocó vivir con Gabo, ella pareció menos dada a dramatismos sobre las dificultades de su vida: “Es solo [la época de] Cien años. Nada más en un momento”. Y en la misma entrevista, al recordar su vida junto al premio nobel durante 52 años la resumió como “tranquila”, “sin pleitos” y “muy divertida”.

Como hizo con tantas personas de su vida, es posible que Gabriel García Márquez haya creado sobre ella un relato que se acomoda a la imagen de una mujer que multiplicó los panes y los peces mientras el volaba en alfombras mágicas por los cielos de Macondo. Pero es posible que la realidad haya sido un poco más aterrizada, pues desde que se casaron él ya era un periodista cotizado y no fueron pocos los amigos y contactos que tenían en México mientras se redactaba la obra máxima del realismo mágico.

Una mujer de otro tiempo

Algunos artículos y muchos comentarios en redes sociales han lamentado que se haya recordado a Mercedes Barcha solo por haber sido la esposa de García Márquez, pero es difícil hacer una nota sobre ella donde no aparezca su marido. Y no es porque su vida careciera de méritos por sí misma o su única labor meritoria haya sido “ser esposa de…”, sino simplemente porque por eso se hizo una figura conocida tanto en los círculos sociales como en los medios de comunicación del mundo.

Aunque se conoce un ensayo suyo sobre el río Magdalena que publicó cuando apenas era una estudiante de colegio, su vida posterior fue casi completamente consagrada a su familia y no hizo ninguna carrera profesional: “Nunca he trabajado. ¿Para qué? Yo no sé hacer nada” confesó sin pudor en la misma entrevista con Feliciano que se reseña más arriba.

Tal vez por estos comentarios, otras han querido ver en ella un símbolo del tipo de mujer que pertenece al pasado y que las jóvenes no deberían emular: la mujer que no queremos ser, la mujer que consagra su vida únicamente a la intimidad del hogar y a la felicidad de su familia, incluso coaccionada para cumplir este papel en contra de su voluntad.

En cierta medida, estas críticas tienen algo de verdad: Mercedes Barcha fue una mujer criada en una cultura de antiguo régimen. Educada por monjas y casi prometida desde niña a García Márquez, el “príncipe” que logró convencer, primero al padre y luego a ella, de casarse.

Es indudable que Barcha creció en un mundo conservador culturalmente hablando, en el que una mujer tenía poco margen para sus elecciones personales y donde el máximo poder al que podía aspirar se vivía en ambientes privados.

Una vez más, ella lo confirmó sin ninguna vergüenza: “Desde que se me declaró, hasta el matrimonio, yo esperando. Antes las cosas eran así. Era todo muy tradicional”. Según estas palabras se puede colegir que estuvo de acuerdo con la vida que llevó y el papel que cumplió porque así la educaron y pudo encontrar felicidad y tranquilidad en este ambiente tradicional.

El propio García Márquez vino de un tipo de hogar típico de la premodernidad, con figuras de autoridad (masculinas y femeninas) que aseguraban el orden cósmico y donde las repeticiones de destinos familiares eran la norma.

Por supuesto, esta visión compartida por Mercedes Barcha, parece chocar con cierta sensibilidad contemporánea para la cual es condenable una vida consagrada a la vida del hogar y con figuración pública solamente como compañera de alguien famoso. Pero la vida de la mayoría de mujeres (y de hombres) de todos los tiempos ha sido una carrera fugaz marcada por el anonimato y por la simple consecución de grandes pequeños logros en la vida personal y familiar.

Foto: Ciudad Viva - Fotografía de Hernán Díaz, cortesía de Rafael Moure Mercedes Barcha junto con su hijo, Rodrigo.

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El poder sigiloso

Mercedes Barcha fue como una de esas mujeres que abundan en las obras de García Márquez, que controlan desde sus mecedoras y sus cocinas los hilos de la vida familiar e incluso la de todo un pueblo con una discreción que linda con el secreto, con la firmeza y tenacidad de una esfinge egipcia. Una matrona que siempre manda en su casa incluso cuando en ella está de visita Fidel Castro y que de esta manera acaba por influir hasta en los corredores del poder.

Y fue así como Mercedes Barcha dejó un legado en la vida de su esposo, en la de su familia y en la de parte de la vida cultural latinoamericana: sutil pero firmemente. Muchas veces fue ella quien decidió con sus consejos o advertencias el futuro de los proyectos periodísticos, políticos y cinematográficos de García Márquez. Fue ella quien con la dedicación y cuidado que no tuvo su esposo mantuvo un inmenso archivo de documentos que ahora reposan en la Universidad de Texas en Austin.

También fue ella quien administró buena parte del dinero generado por esa inmensa máquina editorial que algunos llaman “García Márquetin”, junto con la otra matrona a la que García Márquez entregó su carrera profesional: Carmen Balcells. Y se puede pensar que fue ella la que posiblemente acabó decidiendo sobre algunos de los proyectos más recordados del premio nobel de literatura, como la Fundación de Nuevo Periodismo, la Escuela de Cine e incluso de algunas de las gestiones políticas que este realizó por todo el continente.

Pero todo esto lo hizo casi en secreto, con la discreción sigilosa de una serpiente del Nilo, una cualidad muy valorada por el propio García Márquez, quien se manejó con igual moderación y secretismo en muchas de sus acciones políticas y culturales. Tal vez eso también hizo que Mercedes Barcha se interesara en García Márquez: pudo ver en él la sencillez y mesura que ella quiso para su vida.

A veces se dice de una persona que al morir se lleva muchos secretos a la tumba. Algo así ha pasado con Mercedes Barcha. Solo ella conocía cuánto influyó en la vida cultural de América Latina con los consejos o advertencias que hizo a sus amigos, solo ella sabía cómo hizo para mantener las cortinas cerradas de un hogar al que todos los medios de comunicación querían entrar para sacar una nota de farándula. Y únicamente ella sabía cuáles eran los secretos de su personalidad, profunda e ignota, que ni su marido conoció.

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Nicolás Pernett

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Nicolás Pernett

*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

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Nicolas PernettLa manera en que una sociedad recuerda su pasado dice tanto sobre su presente como sobre su historia. ¿Cómo se han recordado en Colombia los sucesos de la independencia?

Nicolás Pernett*

Continue reading «La historia y el recuerdo: las conmemoraciones del bicentenario»

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*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

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Nicolas PernettLlevar a la pantalla la máxima obra de Gabriel García Márquez es una mala idea que demuestra el actual predominio de la imagen por encima de la imaginación literaria.

Nicolás Pernett*

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*Historiador. Su más reciente libro es ‘Presidentes sin pedestal. Una historia cínica de los gobernantes de Colombia’, publicado por Ediciones B.

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